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He tropezado, cierto.

 

Estuve en el suelo, pero empiezo a levantarme.

 

A mis 39 años agradezco a la vida esta oportunidad de darme cuenta que debía hacer esta pausa, este receso, para saber una cosa esencial, vital: ¿Dónde estoy, de dónde vengo? Y ya no a dónde quiero llegar, sino dónde quiero estar siempre. No hoy ni mañana, sino siempre.

Tuve que darme serios trancazos para detenerme en esta carrera loca por vivir lo que creía que era la vida, esta prisa enorme por darme en la madre, este acelere casi imparable que no me llevaba a buen puerto. Una pausa.

La que no quise darme, la que nunca creí necesaria. Una pausa. Una, nada más.

adicciones

La suficiente para darme cuenta que estoy en el suelo. Que tengo 39 años, que fui “el triunfador”, que fui el que conquistó, el que decidió.

Trabajé con una actriz muy famosa, fui jefe de prensa de Televisa, viajé, mandé, gané dinero, gocé. ¿Gocé o construí un edificio del cual aventarme?

Y en este instante, que es apenas un suspiro en esa carrera acelerada por demostrar y demostrarles que era el triunfador, el conquistador, reflexiono: a quién quise demostrarle nada? A quién? Hoy me doy cuenta de algo: mis triunfos no me trajeron aquí. Mis errores, sí.

Y lo agradezco, en serio. Porque veo que nunca aprendí del aplauso, nunca del reconocimiento. En ambos casos creí que los merecía y, es más, luché por ellos. No por cómo me sentía, sino que luché por ser reconocido, aplaudido, por inseguridad.

Tan poco me sentía, que necesité de que todos dijeran que era el mejor. Tan poca cosa era ante mí mismo que me partí el lomo y la cara por conseguir que los demás dijeran que yo era el tipo de persona que todos quieren ser: el triunfador. Hice dinero. No tengo un peso.

Tuve a decenas en mi cama. Ahora estoy solo. Muchos amigos. Cómplices que hoy no sé ni dónde están. Solo, muy solo.

Y, que conste, no es queja: lo agradezco, en serio, infinitamente, hoy estoy aprendiendo a vivir conmigo, a aceptarme, a conocerme, a reconocerme y reconocerme.

Soy lo único que tengo, lo único que he tenido. Y lo único que tendré de aquí hasta el día de mi muerte. Y me alegro, en serio, de haberme quedado tan solo, y tan sólo quiero agradecerme, agradecerle a la vida que me haya permitido hacer una pausa, detenerme a pensar que no debo idealizar el mundo: el mundo es lo que es, y cada quien es lo que ha querido ser. Ni buenos ni malos. Ni blancos ni negros.

Tampoco grises, en el sentido de la mediocridad. Cada quien en su color y en su tono.

Ya no espero de la vida algo, ya no espero de los demás que sean lo que yo quisiera que fueran. Ya no quiero tener alguien a mi lado, porque no encuentro el amor en la esclavitud de las personas.

Hoy gozo a mi hija y quiero darle lo único que puedo darle: libertad de ser, de escoger, de decidir. Y apenas quiero que goce de espacios para encontrarse, para asumirse, para aceptarse, lo que sea, la amaré como a nadie. Quiero que alcance sus metas, que no compita, que ame, que viva, que llore, que caiga, que se levante. No espero de ella más nada que ame lo que haga, que goce lo que tenga, que nunca deje de soñar.

Hoy, una pausa para estar en el suelo, para levantar la mirada y ver el sol de lleno en mi sonrisa, en mis ganas de salir corriendo de este tropiezo.

Hoy cumplo dos años y un mes de no consumir drogas y, créanme, apenas empiezo a ver la luz.

 

Y creo que si sigues esta historia, te darás cuenta que si pude salir, tú también puedes. Dejar una adicción te hace libre, elimina los grilletes mentales que has querido imponerte.

Hacerte responsable de tus adicciones te hace entender que no hay culpas ni culpables, sino que tienes en tus manos y nada más que en tus manos la hermosa posibilidad de ser libre.

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