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¿Es que puede haber sangres indoloras, incoloras y, hasta tal vez insípidas? Eso parece, porque la sangre derramada por las 47 mujeres muertas a lo largo del año, a manos de asesinos camuflados de buenos vecinos y apacibles compañeros sentimentales despechados, no parecen conmocionar a nadie. Al menos, no lo suficiente como para elevar esta maldición a la categoría de drama social de máxima urgencia. O si se hace, es meramente pasajero, como el espasmo instantáneo que produce el consumo publicitario de tal tragedia. Presentimos, eso sí, desde la más absoluta privacidad, el estremecimiento ante cada golpe, cada cuchillada, cada puñetazo en el rostro de las víctimas. Sentimos cada muerte, nos enrabietamos y nos sonrojamos, quizás nos conmovemos, pero no más allá del peaje necesario que nos exige esta sociedad que muestra despavorida su sonrisa y satisfacción. Una sociedad en la que ya no es posible distinguir a un ángel de un caníbal. Nuestra pesadumbre se enmarca así en la lógica que explica la dificultad de vivir, de amar y hasta de morir en una sociedad con múltiples y sangrantes grietas. Y sentimos, en cada funeral y en cada manifestación de condena, una especie de inevitabilidad de esta violencia bastarda. Como si las violencias más pestilentes, como la de ETA, se nos escaparan a toda lógica, realidad, interpretación y resolución posible. Uno ha escuchado numerosas interpretaciones y teorías sobre esta violencia. Algunas más acertadas que otras. Pero uno no sabe a ciencia cierta qué nos hace falta para superar este estado de excepción histórico contra las mujeres. Como si el genoma sociocultural marcado a sangre y fuego en las relaciones entre hombres y mujeres, ese que explica la violencia de género, superase toda posibilidad de sanación de esta sociedad absolutamente inclemente contra esta lacra.

Y así, la violencia contra las mujeres puede ser un tema de Estado, pueden arbitrarse medidas protectoras y preventivas, campañas de sensibilización, diseñarse planes, más o menos coherentes, y dotarlos de presupuesto, más o menos consolidado, se pueden implementar oficinas de atención a las víctimas, diseñar protocolos de atención, recursos técnicos y económicos. Vale. E incluso se pueden hacer leyes integrales. Uno cree y admite que se está en esta dirección, con más o menos intensidad, con más o menos acierto. Y sin embargo uno cree que la violencia contra las mujeres seguirá presidiendo las relaciones entre los sexos. No digo que la gente, en su mayoría, no base su relación en el amor, la afectividad y el compromiso. Digo que una gran parte de las relaciones entre sexos, está marcada y mediatizada por la violencia. Por la dominación. Porque esa relación hegemónica de los hombres sobre mujeres se arrastra desde que la historia se escribe con mayúsculas. Y esta relación está basada en la supremacía masculina. Porque las mujeres, muchas mujeres, no pueden ser libres si no se lo permiten sus compañeros, maridos o apegados. Muchas mujeres de Navarra, España o del mundo mundial, tienen hipotecada su libertad real, no la política ni la civil. Porque aquella, la real, está en manos de los hombres con los que malviven. Porque aún no tienen autonomía ni libertad real para decidir. Porque sus compañeros se creen en posesión de sus almas y sus cuerpos. Y esto es admitido socialmente. Porque más que un problema estrictamente personal, privado o de manera de ser, es un problema social, cultural y político. Como hace 400 años lo era el racismo, la esclavitud o el ostracismo social y político a que fueron sometidas las mujeres. Y entonces uno se pregunta qué es necesario, qué falta, en qué estamos fallando, por qué no avanzamos más, por qué sigue corriendo la sangre de las mujeres, esa que si sus asesinos la probarán enloquecerían de tristeza. Y uno tiene varias respuestas, pero sin ánimo dogmático.

La violencia contra las mujeres requiere de un soporte legal muy armado, de estructuras jurídicas y legales fuertes, de recursos técnicos y económicos, de prestaciones, de actuaciones preventivas y de operatividad real. Creo que eso se está haciendo, pero la base social, económica, y cultural que sustenta, entiende y favorece la violencia no se está erosionando. Es más, todavía las estrategias contra la violencia no han llegado a ese complejo nivel. Por eso las mentalidades, en ocasiones, van por detrás de las leyes.

La actual individualización de los conflictos, es decir, la no-politización de los mismos, la desideologización y la consiguiente culpabilización sobre los individuos como únicos responsables de las situaciones, desdramatiza el conflicto, lo sitúa de puertas adentro de la individualidad. No se socializa. Y por tanto no se politiza. La violencia contra las mujeres no es un tema prioritario. Aunque se alardee de ello. No lo es porque requiere una gran estrategia de reconversión social. Una gran revolución sociocultural. Como en su momento fue la abolición de la esclavitud o el derecho al voto de hombres y mujeres libres.

La posmodernidad ha generado todo tipo de derechos. Más allá de los derechos políticos, se ha instaurado un derecho constante a casi todo, avalado por el individualismo hiperconsumista y hedonista de nuestra sociedad. Es el yo flexible de nuestros días. Este yo flexible explicaría y justificaría nuestras conductas, fobias, manías, actuaciones e incluso nuestros delitos. Como ha comentado Alba Rico, tal vez rizando el rizo pero sin perder la compostura analítica, podríamos decir que, llegado el caso, el asesino es conducido al psiquiatra, no para que éste valore la concurrencia de factores psicológicos en la comisión del delito, sino para que no se “traumatice” por lo que ha hecho. No digo que esta sea una constante, pero un maltratador o un asesino en potencia, debe tomar conciencia no de que lo es – si lo hace, mejor, eso rompería el ciclo de la violencia- sino de la responsabilidad de sus acciones. Porque pareciera que éstas se han diluido en el limbo de los derechos individuales. Porque un asesino es un asesino y su recuperación está íntimamente unida a la exigencia de responsabilidades. Porque esta es la única manera de reintegrar simbólicamente el capital humano sustraído a la sociedad.

Es importante que la batería de recursos, actuaciones, leyes, prestaciones y disposiciones en materia de protección a las víctimas de la violencia machista no se desinfle, no gire de orientación, no se resienta presupuestariamente. La derechización del discurso social amenaza seriamente los importantes avances en materia de igualdad conseguidos hasta la fecha. No es gratuito que el índice de igualdad entre hombres y mujeres en España se haya estancado desde 1995. No es de extrañar que las víctimas aumenten, no es de extrañar que se diga que España está a la cola de Europa de muertes de mujeres a manos de sus compañeros descerebrados. Cierto, pero eso no significa que nuestra sociedad sea menos violenta. Lo que ocurre es que el mensaje emitido oculta que todavía el 90% de la violencia de género está invisibilizada.

Roberto Bolaño, el escritor chileno muerto en 2003, literaturizó salvajemente en su descomunal obra 2666, la muerte durante los últimos años, de cientos de mujeres en Ciudad Juárez (México). No hace falta irse hasta allí para comprobarlo, lean esta descomunal novela y entren en un mundo oscuro. Un mundo donde los crímenes aún permanecen impunes. Ciudad Juárez no solo es el símbolo de la violencia en América Latina, es la metáfora del horror y el mal del siglo XX. Uno espera que ese horror se disuelva para no asistir a la imponente y fúnebre descomposición del pensamiento.

Paco Roda
Rebelión
Paco Roda. Historiador y Trabajador Social

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