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Toda envidia es la extensión y generalización de los celos, según explica el sicoanalista Willard Gaylin en su libro Sentimientos, donde se lee también que cuando sufrimos de envidia neurótica:

“… la llevamos a todas las situaciones de la vida, nos sentimos resentidos con cuantos nos rodean y a todos los engañamos, sea cual sea el vínculo que tengamos con ellos. No solamente les envidiamos los bienes y comodidades que disfrutan, sino a ellos en sí mismos. Hasta el simple hecho de que existan nos hace sufrir”.

Un paciente del Dr. Gaylin le presentó su problema de envidia en estas palabras, muy francas por cierto: “Para poder ser feliz no me basta mi propio éxito. Necesito que los demás fracasen”. Relativamente muy pocas personas tienen la desgracia de vivir dominadas por una envidia tan grave como ésta -ni el valor de reconocerlo-, pero todos sufrimos ataques de envidia, admitámoslo o no. Esta clase de ataque se parece a una crisis de gripe. No congestiona en primer término los pulmones sino la mente, pero sí puede provocar mareos, náuseas, embotamiento mental y muchos otros síntomas. Y también pasa pronto, dejando casi siempre secuelas que tardan algún tiempo en desaparecer. Viene acompañado de resentimiento -tan virulento como una infección- y, en lugar de tos, deja una herida en el amor propio, que a veces tarda mucho en cicatrizar.

La envidia es aquello que sse siembra en el corazón por falta de logros personales... Nada es imposible sin envidia y con amor sincero

Todos somos envidiosos a veces

En los ataques de envidia se desordenan tanto el razonamiento como la imaginación. Aunque nuestras percepciones relacionadas con la vida de la persona a quien envidiamos sean realistas en el primer momento, nuestra fantasía las distorsiona hasta el punto de crearnos imágenes del ser envidiado que no corresponden en absoluto a su realidad. Llegamos a creer que todo se le facilita, que vive como en un sueño maravilloso. Por comparación, nuestra propia vida nos parece una pesadilla horrorosa, aunque lo único realmente siniestro que tenga sea nuestro propio rencor.

Desafortunadamente, raras veces se tiene la oportunidad que tuvo recientemente Ana B., de discernir en un instante hasta dónde pueden ser falsas las ideas provocadas por la envidia. En su calidad de cronista social de un periódico, Ana asistió a una magnífica fiesta que se dio en honor de una de las actrices cinematográficas más envidiadas por su extraordinaria belleza y su éxito artístico. “Esa noche yo me sentía sumamente insegura de mi apariencia”, confesó Ana, “tanto que durante un largo rato me dediqué a buscar fallas en la apariencia de esa mujer. Pero no pude encontrar una sola en su piel, su cabello, ni en su figura, que -¡imposible negarlo!- eran perfectos. A medida que la fiesta avanzaba, me sentía más envidiosa de ella y menos orgullosa de mí misma. La envidia se me fue de un golpe cuando, al entrar en el cuarto de tocador y verla sentada con una aguja hipodérmica en la mano, me explicó: “Soy diabética, ¿sabe?, tengo que inyectarme insulina cada doce horas”. No tengo que decirte cuán disminuida me sentí en ese momento, porque recuperé la confianza en mí misma, pero, al mismo tiempo, me llené de vergüenza por mi necesidad de criticarla”.

Como en el caso de Ana, la envidia basada en fantasías se disipa enseguida al pasar por la prueba del enfrentamiento con la realidad. Sin embargo, podemos sentirnos envidiosos de alguien precisamente porque comprobamos que la realidad de su vida es envidiable.

Desgraciadamente, para sufrir por envidia no importa si los pensamientos que la provocan son fantasiosos o realistas. Podemos tener razones verdaderas para envidiar las posesiones, los logros o el género de vida de otra persona, pero eso no hace la emoción menos destructiva ni nos ayuda a conseguir lo que deseamos.

Para que nos ataque la envidia se necesita que concurran estos tres factores:

Te observan, te critican, te envidian y al final Te Imitan.

 

  • Hacerse una imagen negativa de las propias actitudes, en respuesta a mensajes negativos sobre las mismas, procedentes del medio ambiente.
  • Esos mensajes se centran en un área de gran importancia para el sujeto.
  • La presencia de alguien con quien compararse. Este alguien viene a ser el objeto de la envidia.

Supongamos que una mujer de treinta y cuatro años anhele vehementemente el matrimonio, y que pertenezca a una sociedad que tienda a despreciar en sus aspectos puramente femeninos a las solteras mayores de treinta (calificándolas de quedadas, vírgenes, necias, etc.). Cuando una prima suya, de la misma edad, le anuncie que va a casarse, es casi seguro que la ataque la envidia. Ya se ha formado una imagen negativa cerca de su capacidad para conseguir esposo, en respuesta a los mensajes negativos sobre su soltería que ha recibido de los evaluadores de sus aptitudes (la sociedad). Los mensajes se centran en el amor, área de excepcional importancia para ella, y se presenta el punto de comparación: la prima, contemporánea suya.

En cambio, la misma joven puede no reaccionar con envidia al saber que una compañera de trabajo de méritos comparables a los suyos ha recibido un ascenso u otra recompensa importante. En ese caso, existe el punto de comparación, pero no la imagen negativa de la propia capacidad. Puede haber recibido más mensajes positivos que negativos sobre su capacidad laboral o, aunque los negativos sean más numerosos no le afectan la imagen que tiene de sí misma como profesional, porque, al menos en el momento, el campo del trabajo reviste en su vida poca importancia, comparado con su vida amorosa.

Somos vulnerables a la envidia en lo que toca los aspectos menos educados, esto es, más infantiles de nuestra personalidad, pues es allí donde radica la base de toda la falta de confianza en una mismo. Cuando envidiamos, nos hace temblar esa inseguridad generalizada que es el complejo de inferioridad, el cual puede concentrarse solamente en una o unas pocas de nuestras zonas mentales -como le sucede a la persona normalmente envidiosa- o abarcar la mayoría de ellas, como le pasa a quien padece de envidia crónica, esto es, la envidiosa o el envidioso por antonomasia.

Ahora bien, aunque sea cierto que cada ser adulto tiene o debe tener la responsabilidad de sus emociones, incluso de la envidia, también lo es el hecho de que un niño o niña se convierta en una personalidad envidiosa, depende de todo cuanto interviene en su formación, directa e indirectamente. Es apenas lógico esperar que el número de envidiosos sea mayor donde la sociedad estimule la búsqueda del triunfo por encima de todo y de todos. Pero en todas partes la envidia toma distintas formas y sus causas, tanto individuales como sociales, son muy diversas.

Envidia por necesidad extrema de competir

En ciertos ambientes familiares y sociales se respira rivalidad a todas horas. La vida no puede concebirse sin antagonismo ni, por tanto, sin antagonistas. En la mente de quien se cría en un medio así, los rivales llegan a hacerse indispensables. Si no existen, hay que inventarlos, pues de ello depende la propia supervivencia emocional. Conozco a una joven de veintinueve años, llamada Isabel, que se pone furiosa cada vez que otra soltera se casa. Le basta con oír la noticia de la boda, aunque se trate de alguien que ella no haya visto jamás, para sentirse mal al respecto. “No puedo evitarlo”, dice, “sé que esta reacción no me hace ningún bien, pero también sé que no es totalmente absurda. ¿Acaso no es cierto que cada contemporánea mía que se casa retira un hombre de circulación?”.

Yo creo que la causa de la reacción de Isabel es su necesidad extrema de tener rivales, unida al temor de quedarse soltera. Ella trabaja en una empresa de estadísticas y todos los días pasan por sus manos noticias relativas a la escasez de hombres casaderos en relación con el número de mujeres casaderas. Esta circunstancia ha puesto a su disposición un sinnúmero de falsas rivales: todas las mujeres que se casan mientras ella sigue soltera. Su envidia es de base muy fantástica, aunque Isabel diga lo contrario. Aunque es verdad que, según la teoría estadística, cada nueva boda quita una unidad en el número de probabilidades de matrimonio para las mujeres solteras, esos casamientos no guardan relación con la posibilidad real de que se case Isabel, pues ésta depende de sus circunstancias personales, no de las estadísticas matrimoniales.

Otro caso de envidia que tiene su raíz en las necesidades neuróticas de un medio social altamente competidor, es el de Lucila, una inteligente y culta mujer que trabaja como secretaria ejecutiva en una firma de abogados. Lucila se puso en psicoterapia simplemente porque se sentía infeliz y no lograba entender por qué. Con ayuda de la sicoterapeuta se dio cuenta de que estaba destruyéndose con un prolongado ataque de envidia.

Lucila se sentía frustrada por no ser abogada. Varios años atrás había querido ingresar a una prestigiosa facultad de derecho, pero no había pasado el examen de admisión. En reacción a aquel traumático evento, ella se había vuelto contra una de las abogadas con quienes trabajaba, una mujer de su misma edad que la había alentado a presentarse a la universidad. Lucila le guardaba rencor todavía. Al pedirle la sicoterapeuta que le relatara cómo había empezado su animadversión hacia la abogada, Lucila recordó que aquella, al saber lo del fallo en el examen, había tratado de consolarla sugiriéndole que estudie un poco más para que postule a la universidad al año siguiente. La insinuación sólo había servido para intensificar la rabia y el rencor de Lucila. “Me tragué la ira que me hizo sentir”, recordó Lucila, “y le contesté que, en realidad ya no me importaba la carrera. “De todos modos”, le dije “al terminarla me hubiera sido muy difícil encontrar trabajo porque todos lo empleos para principiantes los tienen copados las mujeres que han tenido suerte de poder pasar el examen a la universidad acabando el bachillerato”.

RECUERDA: Cuando experimentes algún arranque de envidia reacciona con madurez espiritual, no dejándote llevar por la trampa de la envidia sino conservando la dignidad de tu propia individualidad. Sabiendo que como persona, debes vivir el gran desafío de encontrar en cada acto que realizas, la trascendencia y el amor trascendente, ya que los bienes mortales son perecederos y no te darán una verdadera realización.

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