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“Bienvenida a la sucursal del cielo”

Me dice con orgullo, mientras me da un cálido abrazo, mi queridísima amiga Lourdes Peón. Estamos en el aeropuerto de la blanca Mérida, visito la ciudad con el pretexto de dar una conferencia.

Haciendo honor a su fama de buenas anfitrionas, las organizadoras del evento me llevaron a través del Paseo Montejo para admirar los majestuosos árboles y las aristócratas residencias. Conversamos, acompañadas con un delicioso helado, en la Sorbetería Colón de la plaza grande.

Puedo ver la vida de un México que conocí en mi infancia y ahora extraño. Envuelta en un rico calorcito, la gente pasea con tranquilidad, los niños juegan y hacen círculos con sus bicicletas alrededor de la plaza. Los señores de mayor edad, ensombrerados, leen el periódico de color café sentados en las bancas municipales, al mismo tiempo, se escucha el silbato de los globeros, las campanas de la catedral y los mil pájaros.

compasion

Debo decir que la experiencia de haber estado en la sucursal del cielo enriqueció mi vida, no sólo por la belleza del lugar, sino por la calidez de su gente, de Lourdes y “las gallinas de su patio”, como ella les dice a sus amigas que trabajan juntas para ayudar a los enfermos de sida y que me hicieron sentir tan en familia. Por las muestras de cariño con las que regresé, quedé endeudada de por vida.

Hoy, desde la cama, reponiéndome de una neumonía que me envió al hospital, me entero de las noticias, con tristeza. Veo lo devastado que está todo el sureste. Pienso en el tiempo que se llevará regresar esa zona a su belleza original. Por otro lado, me conmueve, una vez más, la pronta respuesta y disposición de la gente en los distintos centros de acopio que se han organizado.

A pesar de los problemas, grandes o pequeños, que cada uno podamos tener, en un llamado de emergencia, los mexicanos comprobamos felizmente que todavía hay buena fe en nuestro interior, hay generosidad y voluntad de ayudar. Especialmente en la gente más humilde, la que menos tiene. Hay una viejita, la veo a través de mi pantalla, está en el zócalo capitalino, apenas puede caminar pero carga una bolsa que entrega, con gusto, en el centro de acopio. Con la felicidad reflejada en el rostro de quien da algo, veo a los jóvenes ayudando y a las voluntarias que se convierten en héroes anónimos.

La compasión verdadera, escribe José Luis Martín Descalzo, no es la que brota del sentimiento, sino la que se realiza en comunión. Compasión quiere decir padecer con. Comunión, estar unido con. Ni la una ni la otra pueden reducirse a un calorcillo en el corazón, sino a una mano que ayuda o una mano que abraza y hace posible que quienes sufren lleguen a descubrir que alguien les ama.

Por otro lado, ante la catástrofe existen personas que también reaccionan de alguna de las siguientes maneras:

a) Se autocompadecen y se revuelcan en sus propias tristezas.

b) Se paralizan ante la pena.

c) Lo toman con indiferencia.

d) Se sobreponen con alegría y hasta reparten júbilo.

– ¿De qué depende? ¿Del tipo de personas que sufren?¿De saber encontrar o no el sentido a las cosas?

– No lo sé.

 

Lo que sí sé es que autocompadecernos no nos lleva a ningún lado más que a enfermarnos y llenarnos de amargura. Paralizarnos ante la pena puede ser por muchas razones, algunas de ellas hasta justificables, como un sentimiento de impotencia que nos sobrepasa por no entender por qué suceden estas desgracias. Se han escrito muchos libros con la intención de responder el por qué del sufrimiento, especialmente en personas buenas e inocentes. Ninguna nos satisface.

Lo que no debemos permitir en nosotros, en nuestra familia o en nuestras casas, es ser inmunes al dolor ajeno. Ante un evento como la devastación de una gran parte de nuestro país, no podemos reaccionar con indiferencia. Dice José Luis Martín Descalzo que “De todos los crímenes que en el mundo se cometen, el más grave es el desinterés y la desfraternidad”.

Evitemos que la compasión se quede en puro sentimiento; evitemos que, al ver las desgracias en las noticias, nos conformemos con sentir ese pellizquito en el corazón, que dura unos cuantos minutos hasta que entra la musiquita del corte comercial que no remedia nada y sólo nos permite calmarnos a nosotros mismos y convencernos de que, con ello, hemos estado cerca del dolor ajeno.

Cuando no hemos vivido el dolor de perder por completo nuestra fuente de ingresos, o no hemos tenido la pena de quedarnos sin nada de un día para otro, o no hemos experimentado que nuestros hijos no tengan qué comer o un techo dónde dormir, podemos encerrarnos en el pequeño mundo de nuestra propia felicidad, como si nada hubiera más allá de nuestras alegrías. Preferimos pensar que el dolor es algo que afecta a “los otros” y que sólo nuestros vecinos son vulnerables y mortales.

Seamos conscientes de que graves problemas los viven muchas personas en nuestro país y en todo el mundo. Nos toca estar con ellos y acompañarlos. Hay muchas maneras de hacerlo, busca la tuya.

Pensemos que quizá ningún problema es totalmente grave si podemos sentir que tenemos a alguien a nuestro lado.

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