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Nadie sabe qué es la inteligencia.

 

Un experto como R.J. Sternberg ha llegado a decir que “si los expertos no saben lo que es, nadie puede saberlo”. Pero casi todos tienen una idea de su valor, de modo que uno de los empeños más insistentes de este tiempo es hallar el modo de medir la inteligencia de las personas.

Por un lado, la economía de las ideas, soportada sobre la base de una nueva y muy amplia clase ociosa, hace pensar que las artes, la creación en general, van a disponer de un respaldo social nunca conocido en la Historia. Por otro lado, el hombre teme que la propia máquina creada por él le supere y le llegue a dominar.

Teme, sobre todo, que esas máquinas le roben, si no el alma, sí el empleo y que por ello sea expulsado de ese supuesto paraíso de la inteligencia. Quizá por ello busque recuperar el valor intelectual de sus emociones y sentimientos, como si quisiera aferrarse a algo que, por el momento, ni se compra ni se vende.

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¿Hay otras inteligencias?

Por supuesto. Inteligencia académica, inteligencia práctica, inteligencia ideal. Hay también “comportamientos inteligentes”: de las personas, de las organizaciones, de los equipos y hasta de las máquinas o de los edificios. La inteligencia se ha convertido en la gran metáfora de este siglo hasta el punto de haber sido empaquetada como producto para el siguiente.

Al subir su valor en el mercado, se han recuperado también viejos conceptos que estaban dormidos, como el de la inteligencia emocional, que ha convertido en best-sellers los libros del periodista del New York Times Daniel Goleman.

Pero la recuperación de los elementos emotivos y sentimentales de la inteligencia (“el corazón tiene razones que la razón desconoce”) se reivindica también desde las cátedras: “Hay que convencer a la sociedad en su conjunto, y a los padres y educadores en particular, de que la razón sentimental es una herramienta necesaria para el éxito social” (Adela Cortina, Universidad de Valencia).

Ser prácticos

Como todo lo que rodea al ser humano, para que el mundo no lo devore. En el trabajo y en la propia casa todo se convierte en inteligente, como si las cosas proclamaran su independencia.

En la empresa, algunos viejos intelectuales han optado por ponerse a la cabeza de las nuevas industrias de la comunicación. Jacques Attali (“yo siempre creí que un intelectual tenía que ser un hombre de acción”) ha montado una sociedad industrial con Erik Orsenna, académico y jurista, Premio Goncourt. Uno y otro fueron asesores del presidente François Mitterrand. Ahora piensan que “vivimos una época magnífica, análoga a la de 1788, cuando triunfaba el espíritu de las Luces”.

La economía de las ideas

Esa es la nueva-nueva economía. No se trata de las ideas del viejo capitalismo, que logró hacer un producto estrella de la “o” hecha con un canuto (el hula-hoop). Se trata de que las ideas sustituyen a los servicios (que ya sustituyeron a las mercancías) en la sociedad de la inteligencia.

Una vez que el conocimiento sea accesible y se haya generalizado, la sociedad de la inteligencia estará basada en la creación humana. Las estrellas de las Bolsas no serán tanto los valores tecnológicos como los valores creativos. En realidad, el nuevo mundo que impulsa Internet está creando una nueva clase ociosa de carácter global.

Según Rifkin, el 20% de la población mundial más acomodada gasta prácticamente lo mismo en las nuevas experiencias culturales (eso que se llama ocio y entretenimiento), que en la compra de bienes manufacturados y servicios básicos. Ya se produce tanto bien cultural como físico. Las grandes corporaciones ya no son las industriales, sino las grandes factorías de ocio (Warner, Disney, Microsoft, Vivendi, Bertelsmann,…).

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