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Mujer: Breve perspectiva histórica de la ciudadanía

La ciudadanía se podría definir como el derecho y la disposición de participar de una comunidad, a través de la acción autorregulada, inclusiva, pacífica y responsable con el objetivo de conseguir unos objetivos de bienestar público y social.

Entre los derechos más importantes como ciudadanos, destacan por su importancia los de participación en los beneficios de la vida en común. Además de la imprescindible participación política, mediante el derecho a voto. Entre los deberes de los ciudadanos, destacan la obligación de respetar los derechos de los demás, de contribuir al bien común, respetar los valores predominantes, etc.

La capacidad de los ciudadanos de participar en la vida de sus respectivas comunidades, ayudando a conformarlas, depende del compromiso y la capacidad de las personas a cargo de tomar decisiones de interesarse en sus puntos de vista, entenderlos y actuar al respecto. Un compromiso y capacidad de esta naturaleza muy pocas veces se encuentra sin una activa participación de la ciudadanía.
El concepto de ciudadanía ha cambiado a lo largo de la historia occidental, haciéndose cada vez menos excluyente. En las antiguas democracias, solo eran considerados como ciudadanos algunos varones, en la democracia ateniense por ejemplo, solo los varones, exceptuando a los esclavos y los extranjeros, capaces de defender a su ciudad.

Más tarde en los tiempos de la Revolución Francesa, encontramos que los únicos que podían ejercer la ciudadanía era un grupo minoritario de varones que debían cumplir con determinadas condiciones, relacionadas habitualmente con aspectos de naturaleza material. Es decir solo se consideraban ciudadanos a los varones con cierto patrimonio, exceptuando a los esclavos, los mulatos, y por supuesto a las mujeres.

Hoy a principios del siglo XXI todavía existen países en los que no se reconoce la ciudadanía de las mujeres. La desigualdad de género y la injusticia por razones de sexo siguen obstaculizando la capacidad de niñas y mujeres de ejercer sus derechos y alcanzar su pleno potencial como ciudadanas en un plano de igualdad en el desarrollo de sus respectivas comunidades. Los estados no siempre tienen la voluntad o el conocimiento para implementar instrumentos legales internacionales e incluso cuando se han incluido derechos humanos básicos en las legislaciones nacionales, muchas mujeres no tienen libertad ni medios para hacer valer esos derechos.




A comienzos de 1948, con la adopción de la Declaración Universal de Derechos Humanos y su continuidad en muchos de los instrumentos legales subsiguientes, la comunidad internacional y los estados reconocieron que la discriminación empobrece a la mujer y a su familia y le impide participar plenamente en la vida de la comunidad y la nación.

Resultados de algunos estudios (Mukhopadhyay 2004) confirman que, incluso en espacios teóricamente accesibles, como la política de una aldea o de una municipalidad, la participación y la vida en asociación están profundamente enraizadas en asuntos de género, por el hecho de que la mujer tiene menos oportunidades de participar en la vida pública. En particular esas barreras son cada vez menos formales y son más bien el resultado de la falta de acceso a los recursos, condicionado por el género, la división sexual del trabajo, la internalización de constructos de género y otros factores.





Los gobiernos, así como las instituciones financieras y los organismos internacionales, deben contribuir a esta ciudadanía de las mujeres mediante una profunda transformación de la política económica, a través de los presupuestos nacionales: las iniciativas colectivas femeninas, deben ser beneficiarías de créditos y las condiciones de los préstamos deben ser adaptadas en consecuencia





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